No es fácil exponer los principios de la vida moral en conjunto,
mostrando la relación entre ellos y su dinamismo: la conciencia, la libertad,
las virtudes, las normas, etc. El peligro está en centrar la explicación en uno
solo de estos elementos perdiendo de vista el resto, o bien dar una idea
estática de la moralidad, sin considerar su desarrollo gradual. Porque la vida
moral –o sea, el crecimiento específicamente personal del hombre— se
desenvuelve como un organismo vivo, en cuyo movimiento toman parte todas las
dimensiones humanas: lo físico, lo psíquico y lo espiritual. Para expresarlo
adecuadamente la tradición cristiana, sobre todo los Padres de la Iglesia y los
autores de espiritualidad, han propuesto un esquema asombrosamente sencillo y a
la vez profundo.
La vida moral es un edificio de tres pisos. Cada uno de ellos
representa una visión completa de la moral, una perspectiva válida para
afrontar de modo responsable la propia vida: bien como conjunto de normas
de conducta, bien como organismo de las virtudes, o bien como
disposición de entrega amorosa al prójimo, incesantemente renovada.
Ahora bien, aunque coherentes en sí mismos, cada uno de estos planteamientos
necesita complementarse con los otros dos para no caer en planteamientos
rígidos y estrechos: legalismo hueco, autosuficiencia voluntarista, o amor
egocéntrico. Hace falta, pues, una especie de “escalera” que comunique los tres
pisos, permitiendo al individuo rehacer el camino cuando sea preciso y tener
siempre presente la unidad del edificio. Esta escalera simboliza la conversión
incesante, que es la actitud del hombre auténtico que sabe abrirse a la verdad
y al don trascendente, es decir a la gracia.
Como se muestra en el siguiente esquema, las tres perspectivas
mencionadas podemos llamarlas corrección, perfección y comunión:
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